miércoles, 27 de julio de 2011

Sobre la tolerancia II

          ¿Debe ser tolerado el intolerante? La respuesta de John Locke a este interrogante en su Carta sobre la tolerancia es "no". El Estado según Locke deberá respetar todas las creencias religiosas, pero deberá actuar contra aquel que trate de imponer las suyas violentamente, así como contra aquel que carezca de creencias. En efecto Locke, hijo de su época, considera que el ateo, como el intolerante, no debe ser tolerado. El razonamiento en que se basa esta idea es el siguiente: el Estado democrático existe por un pacto que nos compromete a todos, el ateo es incapaz de asumir compromiso alguno porque no puede jurar, por lo tanto el ateo es incapaz de suscribir el pacto en que descansa el Estado democrático. En este caso la conclusión es falsa porque lo es la segunda premisa, desmentida por la experiencia: son muchos los creyentes que no respetan la palabra dada, y muchos los ateos que sí lo hacen, aunque prometan y no juren. El juicio de Locke, obviamente, descansa en una concepción todavía arcaica del Estado según la cual los derechos son naturales por estar regidos por la ley divina, y quien rechaza dicha ley difícilmente podrá aceptar dichos derechos.
            Una vez salvado este escollo preguntémonos si Locke tiene razón al negar que deba ser tolerado el intolerante. ¿Qué quiere decir esto? No se refiere al hecho obvio de que deba perseguirse a aquel que ejerce físicamente la violencia. Y tampoco se trata tan solo de perseguir actos concretos de intolerancia, sino al propio intolerante. ¿Cómo es eso posible? ¿No convertiría eso a ciertas personas en ilegales dentro de la democracia, negando así un pluralismo que debería ser su esencia misma? En realidad no, porque lo que la democracia no puede ni debe tolerar son atentados contra ese mismo pluralismo, y dichos atentados no son solo acciones terribles como los crímenes de ETA o del asesino de Oslo, sino también esos atentados indirectos como son la apología del terrorismo, el racismo, la xenofobia o el fascismo. Ahora, defender esto último no implica que no se deba tolerar al intolerante, sino que debe ampliarse el concepto de "acción violenta" y comprender que expresarse en términos racistas, por ejemplo, es en sí mismo un acto racista. Expresar una opinión también es llevar a cabo una acción.

            Por ello considero más acertada la forma de entender la tolerancia en un Estado democrático que tiene John Rawls que la de John Locke. El Estado democrático debe tolerar incluso al intolerante, pero debe ser inflexible con los actos intolerantes, aunque dichos actos sean palabras. Ante la duda, ¿cómo debería actuar el Estado? Debería abstenerse de actuar salvo cuando haya constancia de una acción inminente resultado de ciertas posturas. Para la salud de la propia democracia es mejor dejar escapar a un culpable que castigar a un inocente. Hay medios de la derecha que a raíz de las reacciones al atentado de Oslo advierten del peligro de criminalizar las ideas, pero es que hay ideas que son criminales, cuya expresión misma daña. Esos mismos medios así lo reconocen cuando se trata de ideas que amparan el terrorismo de ETA. Consideran que quienes manifiestan su apoyo, explícitamente o por omisión, a los crímenes de ETA son en parte responsables de dichos crímenes, y estoy de acuerdo. ¿Pero por qué no extender dicho juicio a quienes apoyan los crímenes racistas, xenófobos y fascistas? ¿Qué hace mejor a un líder de la ultraderecha noruega que a un líder de Batasuna? ¿No anima a ambos la misma xenofobia? No es coherente quien condena la apología del terrorismo y no del racismo y viceversa. Si unos partidos deben ser ilegalizados porque algunas de sus ideas y principios son esencialmente antidemocráticos, así debería ocurrir con todos.

            No es criminal decir, por ejemplo, que hay que controlar la inmigración (aunque el Artículo 13.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice que "Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado"), es criminal defender que tienen más derechos los "autóctonos" (españoles, vascos o noruegos) que los extranjeros, porque los derechos son absolutos, independientes de cualquier "origen nacional" (Art. 2.1), y por tanto priorizar los derechos de unos frente a los de otros es negar los de aquellos que se dejan en segundo lugar. Y negar derechos es un crimen, es un ejercicio activo de violencia, luego sí, la expresión pública de ciertas ideas es en sí misma un crimen. Hay ideas que son en sí mismas agresiones porque apuntan a la línea de flotación de la libertad, porque son la negación de la libertad de algunos y por tanto la negación de las condiciones mismas de posibilidad de la vida en común. Quien defiende que no hay ideas ilegales no entiende esto, y se basa una vez más en el error muy extendido (que ya critiqué en una entrada anterior "Sobre la tolerancia") de que todas las opiniones valen lo mismo, que toda opinión merece respeto, cuando son las personas y no las opiniones quienes merecen universalmente respeto. Y por ello mismo considero, contra Locke, que debe tolerarse al intolerante, pero no debe dejar de perseguirse ninguna expresión de la intolerancia. La democracia debe respetar la libertad de conciencia, siempre, y debe respetar la libertad de expresión, salvo cuando el ejercicio de esta vulnere los derechos de otros ciudadanos, del mismo modo que se respeta la libertad de acción salvo cuando vulnera dichos derechos.

            ¿Quiere esto decir que sea legítimo emplear la violencia en respuesta a actos intolerantes? No, salvo aquella que entra dentro del uso legítimo que de ella puede hacer el Estado, esto es, aquella que es conforme a la ley. Porque lo que ha de hacerse con el intolerante es aquello que él no hace: incluir dentro de la legalidad a aquel cuyas ideas resultan repulsivas. Se aplica la ley a quien considera que está fuera de la ley o que hay otros que no merecen ser amparados por la ley. El Estado democrático ha de decirle al intolerante: "lo que tú no le reconoces a tus víctimas, el Estado no obstante te lo reconoce a ti". Por ello los criminales de guerra nazis tuvieron derecho a un juicio en Nuremberg, aunque ellos no habían concedido dicho derecho a sus víctimas, porque la democracia reconoce derechos incluso a quienes los niegan y pisotean. Pero eso no quiere decir que la democracia renuncie a perseguirlos, juzgarlos y condenarlos, porque precisamente lo que está en juego es la existencia misma de la democracia.

sábado, 16 de julio de 2011

Lo llaman neoliberalismo y no lo es

            La frase de Roosevelt que aparece en su monumento de Washington D. C. se refiere a los totalitarismos que asolaron Europa, pero cabe replantearla aplicándola al neoliberalismo: "Quienes persiguen un sistema financiero basado en la absoluta desregularización de toda actividad de los mercados llaman a eso 'neoliberalismo'. Ni es nuevo, ni es liberalismo."
            En realidad aquello a lo que llaman "neoliberalismo" es la vieja ley de la selva, pues consiste en desregular los mercados financieros para hacer posible que el hombre sea un lobo para el hombre. La democracia, el Estado, la libertad, se basan en la existencia de leyes. ¿Con qué derecho se abre un hueco en esa democracia basada en leyes y se hace una excepción respecto al poder económico? ¿Por qué algunas entidades estarían libres del contrato que nos ata a todos para garantizar el bien común? Más que al contrato liberal de J. Locke, el neoliberalismo recuerda al pacto absolutista hobbesiano según el cual el contrato solo obliga a una de las partes, a los súbditos, pero no al monarca que queda por encima de la ley, aunque en este caso el tirano no es el monarca absoluto, sino aquellos que controlan el sistema financiero.
            El contrato liberal por el contrario obliga a todas las partes, porque se considera que en sociedad la libertad no consiste en no estar sometido a ninguna autoridad, sino en no estar sometido a más poder que a aquel elegido de común acuerdo, un poder que se compromete a salvaguardar los derechos de los ciudadanos y ante el cual estos no están indefensos: si el gobierno no cumple su parte del contrato, el pueblo tiene derecho a la desobediencia civil. Hay una frase que gusta mucho a los defensores del neoliberalismo: "No hay que confundir la libertad con el libertinaje." El caso es que el neoliberalismo no es más libertad, es mayor libertinaje, porque la libertad es posible gracias al imperio de la ley, que nos permite actuar a voluntad dentro de unos límites, y dichos límites garantizan precisamente que nuestra voluntad no se verá tiranizada por otras voluntades que posean más fuerza, porque la ley del más fuerte no es ley, la sociedad de lobos no es sociedad, porque no puede hablarse de neoliberalismo sino en todo caso de neolibertinismo.
            ¿Y si el neoliberalismo no es liberal, qué es? De ser algo esa desregularización de los mercados financieros sería "neocapitalismo", pero tampoco, porque tampoco es nuevo, pues no promueve más que la recuperación de un capitalismo de mano invisible. Y este capitalismo tuvo su momento histórico cuando la mano invisible de Adam Smith era la mejor opción frente a la mano del monarca y sus ministros mercantilistas. Pero ahora estamos muy lejos de esa situación. El neoliberalismo es la vuelta a un capitalismo de hace dos siglos y medio, cuando ha existido un modelo capitalista, la llamada economía mixta, que se ha mostrado muy superior a la hora de maximizar la felicidad de los ciudadanos al resolver con un término medio la disyuntiva tradicional entre libertad e igualdad. Eso sí era un liberalismo nuevo.
            Terminando como empezamos, el neoliberalismo ni es nuevo ni es liberal, es un neoconservadurismo, el asalto de un quinto poder, el económico, al mejor modelo de Estado hasta la fecha, la democracia social. Sobre la Europa ilustrada triunfa la anti-Europa, se derrumba un modelo de Estado que enorgullecía a una UE que ahora agacha la cabeza y se vende sin pudor no a lo nuevo, sino a lo viejo, al Antiguo Régimen, al Leviatán.

viernes, 1 de julio de 2011

La revolución será global o no será

          El 15M es un movimiento heterogéneo y plural. Sus miembros compartimos un estado de ánimo, la indignación, y un anhelo, el de un mundo en que los ciudadanos seamos los auténticos dueños de nuestro destino.
          En lo que respecta a nuestro estado de ánimo, el 15M podrá desembocar o no en una mejora de nuestra vida política, pero es ya un éxito como revolución ética, y es que la indignación, a diferencia de otros sentimientos como la ira, el resentimiento o la vergüenza, es específicamente moral. La indignación es transferible y justificable. Hay cosas que son en sí mismas indignantes, mientras que solo serán amables, vergonzosas o repulsivas para algunos y no para otros, y esto es así porque la indignación surge ante la injusticia, y la justicia es un bien objetivo. Por ello uno no solo se indigna por un daño sufrido en carne propia, sino que puede, y debe, hacerlo por un mal ajeno, la indignación busca, incluso exige, ser compartida.
          En cuanto a aquello que el 15M persigue, insisto en que es heterogéneo, lo cual no significa que no haya propuestas concretas, ni que una gran mayoría de miembros del 15M no compartamos unas cuantas de esas propuestas, sino que obviamente no hay unanimidad. Sí creo que la hay respecto al anhelo antes mencionado, que considero está resumido en el lema que presidió la manifestación del 15M: "Democracia real ya: no somos mercancía en manos de políticos y banqueros". Ciertamente este lema puede ser interpretado de diversas formas, pero subraya en cualquier caso la necesidad de que los ciudadanos sean autónomos, se den a sí mismos la ley, y no heterónomos y por tanto sean fuerzas externas quienes decidan por ellos.  Dicho lema no supone necesariamente, y en mi lectura personal no lo hace en absoluto, una enmienda a la democracia representativa en su totalidad, sino al estado actual de la democracia representativa, en que la participación ciudadana es tan limitada que en ocasiones los ciudadanos llegamos a sentirnos más bien súbditos pero con un mínimo derecho a la pataleta.

          Bien, ese lema que considero el pegamento del 15M es un gran eslógan porque aúna muchas sensibilidades diferentes, pero tiene una indefinición esencial que lo hace muy ambiguo: ¿A quién se refiere ese "somos"? ¿A los ciudadanos españoles, europeos o a los ciudadanos del mundo?
          En Islandia su revolución claramente se centró en el plano local, las medidas tomadas son de carácter más bien autárquico. En la revuelta del 15M, en cambio, se mezclan lo local y lo global, y mi hipótesis es que gran parte de las tensiones internas del movimiento se deben a esta ambigüedad de partida. Uno de los rifirrafes recurrentes del 15M es el que se da entre aquellos que defienden un consenso de mínimos y quienes consideran que dicho consenso lo es más bien de ínfimos. Estas diferencias resultaron, por ejemplo, en la creación en la acampada de Sol de dos comisiones de política: corto plazo y largo plazo. No obstante creo que en todas estas divisiones hay un error categorial: no se trata de mínimos frente a máximos, ni de corto frente a largo plazo, sino de medidas locales y de medidas globales.
          Echemos un vistazo a las propuestas recurrentes de mínimos: reforma de la ley electoral, reforma del Senado, separación de poderes, leyes de transparencia y regeneración democrática. Dichas medidas claramente se refieren a la democracia española.
          Por otra parte, algunas de las medidas mal llamadas (según vengo defendiendo aquí) "a largo plazo" se refieren a la democracia global: eliminación de los paraísos fiscales, implantación de una tasa Tobin a las transacciones financieras, independencia del poder político nacional respecto a organismos internacionales como el FMI... Es inútil exigirle estas reformas al gobierno de España, pues se trata de medidas que solo pueden ser adoptadas por organismos internacionales.

          No sé si influido por uno de los lemas de la generación X, que considero la mía, "piensa globalmente, actúa localmente", o porque parece más fácil que se implanten dichas medidas, considero que tal vez en un primer momento (y esto haría relevante la división categorial corto/largo plazo) habría que centrarse en las medidas locales. Pero tanto las medidas locales como las globales son igualmente mínimas porque se trata de medidas formales y no de contenido, se refieren a las condiciones de posibilidad de una auténtica democracia y no a concreciones particulares acerca de la mejor forma de gobernar dicha democracia. Se trata de medidas destinadas a separar los poderes, pero no los tres poderes tradicionales, sino a estos frente a un cuarto poder, el económico. Las cosas han cambiado desde Locke y Montesquieu, y no hay auténtica democracia sin independencia de los gobiernos respecto al poder económico, tanto a nivel local como global. Debido a la mundialización no existe la soberanía nacional plena, los Estados han perdido su autonomía. Los países del tercer mundo llevan sufriendo este fenómeno desde el principio, ahora le ha tocado a los países del primer mundo.
          De este modo, si de lo que se trata es de recuperar plenamente nuestra autonomía ciudadana, las medidas locales son condición necesaria para ello pero no suficiente, y otro tanto puede decirse de las medidas globales y por eso la revolución será global o no será.

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