domingo, 15 de julio de 2012

Los funcionarios, el fármaco universal


          En la Grecia arcaica el phármakos era una medicina empleada para sanar enfermedades sagradas, males que tenían origen divino, como la peste, causados por un pecado de desmesura (hybris). Esa medicina no consistía en un qué, sino en un quién, un chivo expiatorio que era sacrificado para purgar la impureza de la comunidad. Esa víctima propiciatoria no era responsable de nada, o no más que sus conciudadanos, pero se la expulsaba de la ciudad esperando que con ella, que cargaba con los pecados de todos, se alejara el mal. El sacrificado era inocente, pero se le trataba como si fuera culpable. ¿Les suena?

          El anterior gobierno, y este, han logrado que gran parte de la población, en lugar de solidarizarse con las víctimas de sus recortes, empatice en cambio con ese dolor que dicen sentir los verdugos por tomar esas medidas contra su voluntad. Todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, los pensionistas por cobrar una pensión, los cotizantes de la seguridad social por consumir medicamentos y los usuarios de las escuelas infantiles por tener hijos y trabajar. Pero por encima de todo los funcionarios, que como todos sabemos son quienes han creado el agujero de déficit de los últimos años ganando prácticamente lo mismo que hace diez o quince. Nada han tenido que ver obras públicas como los aeropuertos de Castellón y Ciudad Real o las radiales de Madrid, su nuevo Ayuntamiento y la remodelación de la calle Serrano, el Plan E, el cheque bebé, la deducción de 400 euros, los gastos en campañas institucionales del gobierno de España o de cualquier otra administración, los sueldos de asesores y consejeros nombrados a dedo, el desvío de fondos públicos por corrupción o el fraude fiscal. Es que los ciudadanos de a pie somos unos manirrotos y los funcionarios unos parásitos. Habrá quien se indigne por la primera afirmación, muchos menos por la segunda, ¿por qué? ¿Por qué especialmente en el caso de los funcionarios si se les castiga (y ya van tres veces) gran parte de la población percibe a las víctimas como verdugos y a los verdugos como víctimas?
          Por un lado está el hecho de que las condiciones laborales de los empleados públicos, salvo en cuestión de salarios e incentivos, son mejores que las de muchos empleados de la empresa privada, y por otro lado está el hecho de que su contrato es inextinguible, lo cual parece ser fomenta la incompetencia. Concedamos que esto es así, que el funcionario tiene unas ventajas de las que no gozan el resto de trabajadores. Eso por sí mismo no debería llevar a nadie a tener esa inquina que se le tiene a los funcionarios, hay sin duda numerosos trabajadores que tienen contratos mucho mejores que otros, pero al no tratarse de empleados públicos se considera justo, se da por hecho que mejores condiciones contractuales van de la mano de un mayor mérito. En el caso de los funcionarios, por el contrario, se considera que sus condiciones laborales son privilegios. ¿Pero qué es un privilegio?
          Un privilegio es una gracia de la que se goza inmerecidamente por ser quien se es (por pertenecer a cierta familia, a cierto estamento…) y que por tanto estaría vedada a cualquier otro. Un privilegio es un bien injusto porque otros no podrían acceder a ese bien independientemente de su valía. ¿Es ese el caso del contrato de los funcionarios? Rotundamente no. Al funcionariado (en la mayoría de los casos) se accede por oposición, una prueba dura y muy competitiva, pues no basta con superar unos requisitos básicos, con aprobar, no, hay que ser mejor que el resto de los opositores (en la última oposición que he hecho obtendrán plaza solo los cuatro mejores de un total de casi cuatrocientos). Básicamente hay dos formas de encontrar empleo por cuenta ajena: mediante entrevistas de trabajo o mediante oposición. Yo he pasado ambos tipos de prueba y, créanme, es infinitamente más dura la segunda.
          Parece entonces que ser funcionario no es un privilegio, sino un estado ganado a pulso superando una dura prueba a la que cualquiera puede presentarse, y si puede presentarse cualquiera… ¿dónde está el privilegio? O un momento, bien pensado no puede presentarse cualquiera, cierto. En muchos casos hay que tener cierto nivel de estudios. Para optar, por ejemplo, a ser médico de la sanidad pública será necesario haber hecho la carrera de medicina y la especialidad, unos diez años de estudio. ¿Dedicar diez años al aprendizaje de la profesión, al perfeccionamiento de su ejercicio y tras ellos aprobar una oposición no es mérito? Tal vez no encaje con el concepto de moda, “emprendedor” (que es como se llama ahora al empresario que crea su propia empresa, lo cual parece ser que condena a cualquier otro trabajador, del sector público o privado, a ser una persona no emprendedora), pero como sinónimo de “conformista” tampoco parece encajar (normalmente mis alumnos más conformistas lo que suelen hacer es abandonar los estudios, y lo tienen difícil para llegar a ser funcionarios).
          De acuerdo, podrá decirse, se llega a ser funcionario por méritos propios, pero no se mantiene uno en el puesto por méritos propios, pues el funcionario lo es de por vida independientemente de su productividad. Concedamos también esto, pero entonces habría que plantearse otro tipo de reformas, como que el contrato de los funcionarios deje de ser inextinguible, que sus exiguas subidas salariales no sean en función de la antigüedad sino de la productividad o impulsar la competitividad abriendo posibilidades de promoción para los mejores. ¿Dónde encajan en este esquema las repetidas bajadas de sueldo de los funcionarios? ¿En qué medida impulsan la productividad?
          No, basta ya de que paguen justos por pecadores. Si a los funcionarios se les baja el sueldo y se empeoran sus condiciones laborales, lo mínimo es no calumniarlos ni desprestigiar su labor, porque no son unos privilegiados, sino personas que hicieron lo que debían hacer, como debían hacerlo y cuándo debían hacerlo. Que otros trabajadores critiquen a los funcionarios tiene tanto sentido como que yo, que estudié filosofía, critique a los profesores de inglés porque hay más plazas de lo suyo que de lo mío. Nadie me prohibió emprender un camino distinto del que yo elegí, sería muy ruin por mi parte llamar privilegio al resultado de algo que otros hicieron y yo no, pero que pude haber hecho, y si no pude fue por no estar capacitado para ello.
          No habrá otra forma de reducir el gasto público (falso, sí la hay, pero concedamos incluso esto), pero eso no convierte a los sucesivos hachazos de un gobierno tras otro en algo justo. Será inevitable (insisto, no lo es) pero es una inevitable injusticia, porque el derroche del Estado no ha sido pagar sueldos de médicos, enfermeros, bomberos, profesores, maestros, policías, fiscales o ingenieros, sino de miembros de partidos políticos nombrados a dedo como asesores, o en sufragar obras públicas megalomaníacas inviables y otra serie de intervenciones que son puro gasto porque no producen nada. Pero los salarios de médicos y profesores, por ejemplo, no son gasto, sino inversión, porque no son a fondo perdido, generan algo, trabajo, un servicio, salud y educación respectivamente. Y en esas inversiones recortan, no en el gasto, porque el gasto lo generan los mismos que recortan y no tienen altura moral suficiente para apuntar el filo del hacha hacia los verdaderos responsables de nuestra situación: ellos mismos. Y entonces recurren al tradicional chivo expiatorio, a esa víctima propiciatoria que el resto de la población en lugar de compadecer está encantada de apedrear, al funcionariado, el fármaco universal.

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